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BREVE PRÓLOGO

Recuerdo el angosto portal, con ese aire viejo, humedecido de súbitas corrientes. La escalera, peldaños de madera resabiada, arrancaba al fondo, junto a los viejos casilleros de metal cromado. Ya nadie los llama casilleros, hoy son buzones. La baranda, trabajada en hierro, tenía esa presencia añeja y necesaria de cosa antigua. En el entresuelo, había en cada planta un asiento de madera en forma de cuña, en la esquina. En el descansaban la compra y las piernas las mujeres, y junto a el también se saludaban los hombres, sin apearse el trato, a pesar de los muchos años juntos.

-¿Cómo anda eso señor Laureano?
-Ya ve, vamos tirando.
-Y su hija. ¿Cómo sigue?
-Muy mal, muy mal. No levanta cabeza.
-¡Qué me dice! ¡Lo siento de veras!

Lo más hermoso de aquella casa no era la escalera de madera, ni la baranda, ni tampoco aquella música de orquesta que silbaba la radio. Lo más hermoso era que aquellos hombres, que no se apeaban el trato a pesar de los muchos años juntos, lo sentían de veras. Y por que así se sepa, vaya este pequeño cuento a modo de introducción, por que todo el mundo entienda lo que a mí me llevó tantos años comprender. Amén.

I

Te me fuiste,

Como se va en la niñez el último verano.

Y se llenó nuestra casa de soledades y fantasmas,

Y te vi más que nunca,

Entre las fotos calladas del aparador,

De tantas bodas, bautizos, comuniones...

Hoy me aterra tu ausencia,

Como me aterra llegar a ser ausente,

A tu lado.

Y ya ves, querida. Hablo solo.

Intentando callar con mi locura

Este silencio terrible que me ahoga.

Me mata esperar tanto.

II

Que sola está la casa, y que vacía.

Vacía de sonrisas y de voces.

Vacía.

Por la ventana de madera vieja,

Carcomida,

Llegan retales de Zarzuela.

Llega también un rumor sordo y metálico de cacharros.

Y un bisbiseo cálido de frituras alegres.

Alguna voz destemplada anuncia la trifulca.

Y que vacío aquí, a este otro lado.

Enmudece la liturgia del patio al cruzar el umbral

Y mirar la soledad cansada de este pobre viejo.

III

Abro el armario.

Y me gritan los goznes el eco de tus manos.

Nunca pensé que el olor a naftalina

Me llenara las sienes de tu roce.

Y se llagan mis ojos de mirar vacíos,

Y se mueven los labios en la urgencia de ser cuanto falta.

Las prendas que llevara del brazo

Son hoy fantasma tuyo que me aterra.

IV

Hay en el aire un quejido de cosas quietas.

El frigorífico conversa en el rumor de sus entrañas viejas

Con las horas detenidas.

Y en centro de la vida que se encoge hasta los límites del salón,

Se cae la cabeza entre los brazos.

Preludio del sueño por llegar,

Aquí,

Al otro lado de las voces que no salen del televisor.

V

Que infinita es la noche que no acaba.

Bajo las sábanas frías de humedad y desidia,

Llegan las voces ausentes.

De cuando en vez, se sacuden las vigas de madera

Al paso subterráneo de los trenes.

Y con ellas, las fuerzas que no quedan.

Que se van las horas que pasaron

Entre los viejos raíles,

A buscar el recuerdo de los parques

Y las horas alegres.

VI

Se te fue la razón al cabo de la vida

Y sin ella se llenaron tus ojos de vacío.

Y la limpia ternura de tu carne amada

Despertó travestida de mueca en el dolor infinito de mi pecho.

Y por no entenderte, venida a no ser tú,

Me llené con la culpa que no tengo.

Te me fuiste primero que tu vida

Y viví con la máscara de carne

Que dejó atrás la luz extinta de tu mirar de siempre.

Ya no estás.

Me quedo solo.

Tengo miedo a perder la razón yo también,

Después de perder todo.

VII

Ha muerto el viernes.

Como muere cansado el otoño tras la ventana,

De silencio cetrino y añil desesperanza.

Y tú ya vienes, muerte,

Que te siento en cada bastón nuevo

Que recibo,

Aquí, sentado junto a la ventana.

Y miro allá,

Y busco aquel pasado que llenara mis días,

Aquellas voces mías de hijos y de nietos,

Pero no llegan.

Y se van secas las últimas hojas,

Más allá del camino polvoriento.

VIII

En el tren no hay sitio para las palabras.

El tren es de ruido callado, manso, somnoliento.

El tren busca.

Los ojos ya no ven, porque son viejos,

Y por eso, miran dentro.

Y dentro van y vienen las sonrisas, los guiños y los miedos.

Viajar sin ser es ser de nuevo.

El tren no se detiene, pero lo para la incertidumbre:

Estorbaré.

Pero el tren sigue y las horas también.

Hoy veré a los que quiero y estaré vivo unas horas.

Las horas del tren se sufren y se añoran.

La distancia se alarga siempre en una dirección.

Pero el tren se sabe cuando no llega.


IX

En el murmullo de fantasmas de la siesta,

Breve sueño,

Me llega ahora un lejano redoble de tambores.

¡Guerra abierta!

En el frente, una bala me siega la pierna.

Es en el treinta y ocho,

Pero no siento el dolor que siento ahora.

Ni me siento morir como hoy lo siento.

Hoy no escucho esa orquesta espeluznante

De metralla caliente y grito joven,

Aquí, en esta residencia.

Pero me siento morir.

Porque morir,

Es dejar de sentirse imprescindible.

X

Todo es silencio.

Aquí ya sólo escucho mi voz.

Mi voz y ese pitido intermitente de la máquina

Que canta al mundo mi silencio.

Ya paso todo.

Sólo un momento más, por ver si vienen.

Por ver si acercan sus manos a la fría soledad de la mía.

No pido mucho. Sólo el calor de una caricia.

Un adiós de carne amada.

Pero no hay tiempo. Me estoy yendo.

Me estoy yendo desnudo, como vine.

EPÍLOGO

Lloro palabras.

Sobre el aire parado del cementerio.

Aprendo, de las letras solas hendidas en mármol,

La canción de mi memoria.

¡Dios mío! ¡Y a qué precio!

Lloro palabras.

Y espero que a mis ojos acuda,

En mi rescate,

Una bendita lágrima.